TIJUANA
El sudor que brotaba a borbotones de mi frente iba bajando por mi cara hasta llegar a mis labios. Al pasar la lengua sentí un sabor familiar, tequila. Me entró una risa tonta y me tuve que parar en el ancho arcén de la carretera transpeninsular, de tres carriles en cada sentido y repleta de coches a esa hora de la mañana. Me hizo gracia pero no me sorprendí en absoluto, durante los tres días que había estado en Tijuana había bebido más tequila que en toda mi vida. Ahora, casi a hurtadillas, huía por esta larga cuesta en la que penaba lastimosamente y que me tenía que sacar de la ciudad.
Mi entorno se escandalizaba cuando les dije que me iba a Tijuana para comenzar una ruta en bici por la Baja California, “¡Tú estás loco! ¡A dónde vas tu sólo por ahí! Yo me reía al tiempo que levantaba mis dos manos al aire en forma de revólveres y soltaba un sonoro ¡Viva Tijuana! Intentando imitar el acento mexicano. Todos tenemos ideas preconcebidas de los lugares por las noticias o informaciones que recibimos. Tijuana es una ciudad muy fea porque tiene un pequeño centro alrededor de la Avenida Revolución y el resto es un extenso terreno plagado de caóticas residencias y colonias de casas bajas, por el que es muy fácil perderte.
Me recibió Juan Carlos, padre del afamado parrillero del restaurante Xixario de Orio. Fue el televisivo cocinero Bruno Oteiza el que nos puso en contacto cuando le conté mi intención de ir a Tijuana. Juan Carlos dejó su consultorio de medicina durante un par de días para enseñarme la ciudad. Suelo ser muy preguntón y me interesaba ver como acaba el muro, que separa los estados Unidos de México, en el mar Pacífico. Cuando ves las cosas es cuando mejores respuestas tienes a tus preguntas o, también, cuando te generan otras preguntas a las que no encuentras respuesta. La idea que tienes del muro, que no es un muro como tal si no que son unas barras metálicas en vertical una junto a otra, es la de los inmigrantes intentando cruzarla de manera ilegal. La sorpresa llega cuando te encuentras miles de coches cruzando en ambos sentidos la aduana que separa la ciudad de Tijuana con la de San Diego. Entendí que era la frontera más transitada del mundo, unas 300 000 personas al día. Entonces, ¿Quiénes la cruzan de manera ilegal jugándose la vida?, entendí que lo hacían quienes no tenían nada.
Al primer sitio al que me llevó fue al Asador Pamplona, propiedad de antiguos pelotaris vascos que se ganaban la vida en el Jai Alai que está, ya cerrado, en el centro de la ciudad. Allí se juntaban en la mesa del fondo, en todos los restaurantes castizos existe una mesa al fondo, vascos, asturianos y mexicanos con querencias españolas. Desde el Asador Pamplona salían mis expediciones a la frontera, a la destilería de cerveza, a la catedral y al enorme lupanar contiguo. Pero, sobre todo, el asador Pamplona íbamos para comer y cenar. Siempre estaban allí, en la mesa del fondo, y siempre acabábamos brindando con tequila por lo que fuera, uno detrás de otro. Entonces si que gritaba bien alegre eso de ¡Viva Tijuana!
Ensenada
Juan Carlos ya me había preparado un plan para el día siguiente. A pesar de que yo le repetía que tenía que marcharme, el insistía una y otra vez en lo que haríamos al día siguiente, que pasaba indefectiblemente por comer en el asador Pamplona. Me tenía atrapado, dormía en su casa, así que no me quedó otra que, antes de meterme en la cama, preparar mis alforjas y mi ropa de bici con la intención de salir a pedalear con las primeras luces del día. Me pilló por la mañana ya con el culotte puesto y sujetando mi bici, ahí no había lugar a la discusión, me marchaba. Aún insistió un buen rato en que me sacaba en coche de la ciudad para que no tuviera que atravesarla en bici, pero ante el temor de que hiciera una parada de despedida por el Pamplona, me despedí de él y me sumergí con mi bici por las calles de Tijuana en busca de la Carretera Transpeninsular.
Juan Carlos ha fallecido hace dos meses por el Covid. Tenemos ideas preconcebidas de los lugares, pero también estereotipos sobre sus habitantes. Las realidades nos sorprenden, pero a veces, los estreotipos concuerdan y el de mexicano duro y cabezón, puede ser así. Juan Carlos enfermó con síntomas, pero no se quiso hacer las pruebas del covid en ningún momento. Siguió yendo a trabajar a su consulta todos los días y tratando a sus pacientes hasta que un día sucumbió y le tuvieron que llevar a urgencias. Lo ingresaron en la UCI con el diagnóstico del puñetero virus. A los pocos días falleció.
Llevaba ya muchos días sin tocar la bici y con cierta mala vida y la larga subida del inicio de la transpeninsular que atraviesa la ciudad se me hizo eterna. Por suerte el intenso tráfico de esas horas de la mañana era mayor en sentido contrario, pero a veces tenía que pararme en los cruces en los que se incorporaban los coches a la autovía por la derecha para pasarlos con seguridad. Algo que me servía también para descansar y respirar un poco. Tenía que irme cuanto antes de Tijuana e introducirme en mi mundo de pedaleo y descubrimientos, pero no me hacía ninguna gracia rodar por el arcén de una autopista todo el día hasta llegar a Ensenada. En algún blog de cicloturistas había leído que la policía les había sacado de la autopista, pero no me quedaba otra si quería ir hacia el sur. Por suerte, tras coronar y después de una larga bajada, me encuentro con un desvío que me lleva hasta la misma orilla del Pacífico. En una decena de metros, pasé de la marabunta de coches a la inmensa calma de la vieja carretera, sin tráfico, que va bordeando las playas y acantilados hasta llegar a Ensenada, mi destino del día.
Viajar en bici con la casa a cuestas tiene momentos duros, incluso desesperantes, pero muchos más de disfrute, de intenso gozo. Este era uno de ellos, cuando por fin me encuentro en mi medio, dando pedales por una carretera solitaria al borde del mar con el sol en el cielo y una temperatura agradable. Al cabo de unos cuantos kilómetros de ir expulsando el tequila por mis poros, puse la guinda a mi gozo. Me paré en una terraza a tomarme un café con leche y un par de bollos bien seleccionados de los que tenían en el mostrador de la cafetería. Tras zamparme los bollos y pagar la cuenta, me resistía a salir de allí. Con la excusa de que me quedaban un par de sorbos de café, seguía despatarrado, mirando la carretera y a los escasos coches que pasaban. En ese momento pasó un grupo de cuatro ciclistas en la misma dirección en la yo tenía que ir y me sorprendí, no sé porqué. Un hombre y tres mujeres perfectamente equipadas con el color de sus maillots a juego con el color del cuadro de sus brillantes bicis de carretera. Animado por los efectos del café, arranco con mi bici a toda velocidad, haciendo un sobreesfuerzo para intentar ponerme a rueda del pequeño grupo.
Por suerte, una de las chicas flojeaba en los repechos y conseguí alcanzarles. Hector, que así se llamaba el chico, seguía marcando el ritmo delante mirando de reojo que no se quedara nadie, pero, intentando que se quedara ese intruso que era capaz de seguirles a rueda con una bici cutre del decatlón y 25 kilos de alforjas, eso creo yo. Le comprendo, los ciclistas somos así de picados. Recuperado del esfuerzo inicial, me puse a charlar con las chicas. En mi zona habitual de salidas en bici, hacía muy poco que se había impuesto la tendencia de salir conjuntado en los colores de las vestimentas, las mujeres las que más. Yo antes salía a rodar con lo primero que me ponía, sin fijarme si los calcetines eran blancos, negros o de colorines y sin pensar si iban a juego con el color del casco o del cuadro de la bici. Ahora, el cicloturista que se precie, sale en bici como a misa de doce. Estas mujeres cicloturistas de Tijuana iban niqueladas, me parecían muy elegantes. Me puse junto a Karla y me contó que salían siempre que podían, que participaban en alguna que otra carrera y que la bicicleta era su máximo divertimento, su ocio.
Pasamos un buen rato charlando, ellas me decían que les gustaba mucho mi tono o acento del español, me pasaría más veces durante el viaje. A mí me gusta el acento mexicano. Durante todo ese tiempo, Héctor seguía marcando el ritmo mirando cada cierto tiempo de reojo y escuchando la conversación. En un pequeño repecho bajó el ritmo y se apartó ligeramente a un lado al tiempo que se quedó mirándome.
- “¿Usted fue ciclista profesional, verdad?”
Yo asentí incrédulo y sorprendido. Creo que en todo el rato que llevaba no me había mirado a la cara ni una sola vez.
- “Usted es Ruiz Cabestany, Pello Ruiz Cabestany”
Héctor López, que al poco tiempo de conocerle fue elegido presidente de la federación de ciclismo de Baja California, era un apasionado del ciclismo. Amigo de mi amigo y compañero de fatigas Raúl Alcalá, el gran ciclista mexicano. Empezamos a contarnos batallas de ciclismo mientras las chicas nos miraban sin entender, ellas eran apasionadas del ciclismo, pero de su práctica. Nos sacamos fotos y, antes de darse la vuelta para volver a Tijuana y yo continuar con mi camino, nos paramos a tomar un refresco en una terraza junto al mar.
Seguí mi marcha en solitario pensando que había comenzado este viaje con buen pie, me lo estaba pasando muy bien. La carretera se desviaba hacia el interior abandonando la costa, subiendo y serpenteando por los campos. Una parada en lo que sería mi rutina y mi vicio en este trayecto, las casetas o pequeños bares junto a la carretera con sillas y mesas donde sentarte a comer unos tacos. Antes de llegar a Ensenada, y de verla, apareció ante mi una hermosa bahía con un enorme trasatlántico en medio. Luego apareció la ciudad, fin de mi primera etapa. Estaba muy contento, ya casi no corría tequila por mis venas.
SANTO TOMÁS
Había contemplado la posibilidad de ir desde Ensenada hasta San Felipe a orillas del mar de Cortés, cruzando de lado a lado la península de Baja California. Desde San Felipe continuaría por una pista que va a orillas del Mar de Cortés hasta enlazar de nuevo con la Transpeninsular en el desierto de Los Cirios, cerca de Cataviña. Cuando comenté esta idea en Tijuana, uno de los habituales de la mesa del fondo del Asador Pamplona me recomendó que notificara en el cuartel de policía de cada pueblo por el que pasara, de que había llegado hasta allí y de que continuaba mi camino. Me lo dijo como una recomendación de seguridad y el que me lo decía era notario, eso me asustó. Decidí seguir mi ruta por la carretera principal, la única, que me llevaría hasta el sur.
Para este viaje me habían dejado una cámara de 360, para sacar fotos y vídeos y enviarlos cada día que tuviera internet, junto a un pequeño texto y publicarlo en un blog. Acababan de sacar estas cámaras de 360 y este era la primera vez que se retransmitía un viaje en bici con este sistema. La cámara 360 grados la manejaba con una aplicación que había incorporado a mi móvil. Con una mano manejaba el móvil a la vez que la apoyaba en el manillar y con la otra mano agarraba la pértiga en cuyo extremo se encontraba la cámara, un lío. Saliendo de Ensenada quise grabar un vídeo y, en ese lío, el móvil se me cayó al suelo. Al recogerlo el teléfono no funcionaba, ¡ya la hemos liado!. Se acabó el blog y se acabó mi comunicación telefónica. En la zona industrial y comercial de las afueras de Ensenada encontré una tienda de telefonía con un chaval muy avispado en el mostrador. Me dio dos horas que pasé almorzando en una cafetería mientras maldecía mi torpeza. Al volver mi móvil funcionaba, ¡joder!, no me lo podía creer. Otro momento de felicidad, aunque había perdido medio día y no podría llegar muy lejos pedaleando. Me dio tiempo para llegar hasta Santo Tomás, a unos 50 kilómetros. Pocos kilómetros después del pueblo un pequeño motel decadente, o en temporada baja, me acogió para pasar la noche.
COLONET
Empezar el día subiendo no me apetecía mucho, es lo que había, pero me lo tomaba con calma. Lo peor es que no había arcén en la carretera y tenía que girar mi cabeza cada vez que oía el renqueante motor de un camión. La Carretera transpeninsular une la Baja California de norte a sur, desde Tijuana hasta Los Cabos y es la única que hay. Pero es una carretera extraña, en ocasiones tiene un arcén enorme y en otras ocasiones es inexistente. Lo mismo que hay tramos en los que hay un tráfico intenso y en otros es nulo. Hay que adaptarse. También es cierto que mi perspectiva es muy especial, recorro más de cien kilómetros diarios y paso por zonas pobladas, o cercanas a un puerto de mar, y por zonas absolutamente desérticas y deshabitadas.
Este día me tocó una sesión de monotonía bicicletera, por el interior, con subidas y bajadas hasta acercarme de nuevo al mar. Al final de la tarde, ya acumulando cansancio, vi un hotel en lo alto de una colina junto a la carretera. Nuevo, de una planta, con aspecto de lujo y un restaurante con cristaleras y vistas a la lejana costa. Mucho me parecía, pero pregunté y la tarifa era la misma que la de un hostal y los dueños eran majísimos. ¡A tomar por riau!
EL ROSARIO
La mañana era fresca, el cielo estaba limpio y la carretera lisa y amplia, en ligero descenso. Después de despedirme de los dueños del hotel y de sacarnos unas fotos me dejo llevar rodando suavemente por ese fino asfalto. La carretera se fue embruteciendo y mi paz sobre la bici perturbando. A medida que me fui acercando a la bahía de San Quintín el asfalto se fue ensuciando, el tráfico aumentando y el arcén desapareció por completo.
Los municipios de la bahía de San Quintín han aumentado su población en los últimos años pasando de unos pocos miles de habitantes a cien mil. Los invernaderos, las viñas y el vino, los regadíos, la pesca y algo de turismo han atraído a la gente hacia este lugar en el que empieza el desierto y la nada. Empezaba a incomodarme y a inquietarme por el paulatino aumento del tráfico, cuando un camión me pasó rozando y me mandó fuera de la carretera. Conseguí no caerme y echar el pie a tierra en el terraplén, mientras la vida seguía igual a mi alrededor. Me incorporé de nuevo a la carretera avanzando lo más rápido que podía, acojonado y cabreado, todavía me quedaban muchos kilómetros para poder salir de esta marabunta de pequeños municipios que habían crecido sin orden alrededor de la carretera. Unos kilómetros más adelante, en una larga recta, comencé a oír el motor de un camión que se acercaba por detrás y el sonido de su bocina. Otro camión venía de frente y, por la experiencia que tengo, calculé que iban a cruzarse justo a la altura en que yo, pobre de mí, rodaba con bici y mis pesadas alforjas. El camión que notaba por detrás, aumentaba la frecuencia de sus sonoros bocinazos, cada vez más cercanos. “Ya parará” pensé inocentemente, pero por el sonido del motor, también tengo experiencia en esto, noté que no estaba reduciendo la velocidad. Por suerte, abandoné mi fe en la humanidad por un momento y giré mi cabeza para comprobar que, efectivamente, no tenía ninguna intención de parar y que los dos camiones estaban a punto de cruzarse a mi altura. En ese momento fui yo el que, voluntariamente, se salió de la carretera al tiempo que se cruzaban velozmente los dos camiones. De nuevo estaba con un pie en tierra mientras que la vida seguía imperturbable a mi alrededor.
De casi estrellado a encontrar de nuevo mi estrella. Cuando me faltaba poco para reventar mis cervicales de tanto girar mi cuello para poder mirar lo que me venía por detrás, me adelantó una pick up haciendo sonar su claxon. Eran bocinazos de saludo, amistosos, y cuando me sobrepasó vi que en el cajón trasero llevaba varias bicis apiladas. Yo levanté la mano para responder al saludo hasta que vi las bicis de montaña. Mi mano empezó a agitarse en el aire con unos desesperados gestos pidiendo que pararan el coche. El conductor me debió de ver por el retrovisor y paró la pickup. No me corté un pelo, les pedí que me dejaran poner mi bici junto a las suyas y que me sacaran lo más lejos posible de esa zona. Resulta que en esta zona hay mucha afición a la bicicleta de montaña. Hay muchos circuitos, hacen salidas, quedadas y con cierta frecuencia, competiciones. Cuando les conté mi viaje con la bici no lo entendieron muy bien, no importa, yo también mostraba mi ignorancia al sorprenderme por la afición que hay en esta zona por la bici de montaña. Tras intercambiar impresiones y pasar en coche la peor zona de tráfico, me dejaron en el cruce en el que se iban a meter para hacer su recorrido del día en btt. Estos bikers me habían enderezado el día.
Tras pasar un mar de invernaderos que me hicieron sentirme por un rato en Almería, la carretera me llevó hasta la orilla de una larga playa de grandes guijarros en los que golpeaba el oleaje del Pacífico. Planté mi pértiga con la cámara 360 al borde de la carretera para grabar un vídeo pasando por delante y, de ahí, me dirigí a la orilla del mar por si conseguía ver algún león marino de los que andan en esta zona. Seguí durante muchos kilómetros junto al mar bajo un sol abrasador hasta dejar atrás la larga recta para empezar a subir la sierra, al otro lado de la cual se encuentra la última localidad entes de adentrarme de lleno en el desierto, El Rosario. A punto de coronar la subida, me paré para grabar otro vídeo con la 360, me quité la mochila de la espalda, metí la mano en busca del palo extensible en cuyo borde está la cámara y nada. Volqué con angustia el contenido de la mochila en el suelo y tampoco nada, no está. Me senté en el suelo abatido, pensando, no encontraba otra respuesta que la de que me la había dejada en el lugar de la última grabación. ¡Joder con lo de enderezar el día!
Otra vez a tomar por saco lo del blog ese y ¡la cámara! De la que no tenía ni puñetera idea su valor, igual costaba un pastizal. Cuando tienes uno de estos momentos de desesperación tonta siempre hago lo mismo, respirar, relajarme un poco y cambiar mi chip, mi idea de que ya sólo me faltaba bajar del puerto para llegar a El Rosario y dar por zanjada la etapa del día. Me monté en la bici para comenzar a bajar, en sentido inverso al previsto, por donde acababa de subir poco antes. El lugar donde había plantado la cámara estaba unos cuarenta kilómetros atrás, pero no me quedaba otra. Aquí ya no había nada de tráfico, pero en cuanto oí el ruido de un coche por detrás, me detuve y saqué la mano con el dedo pulgar extendido, nada. Co el segundo ruido de motor que oí, ya fui más enérgico. Paré mi bici y le hice gestos para que parara, era una pickup. Le expliqué lo que me pasaba y, aunque no era muy hablador, me dejó subir a mí y a mi bici en el cajón trasero. No sabía si seguiría mi cámara plantada en el mismo lugar. Para ver como era mi cara de preocupación, no se me ocurrió otra cosa que hacerme un selfie. Cuando llegué al punto de la foto y me encontré que mi cámara seguía impertérrita en el mismo lugar, no se me ocurrió sacarme otro selfie, solo pensé en volver a la eterna recta junto al mar para rehacer el camino.
Según mis cálculos, me quedaban horas de luz para llegar a El Rosario, lo que no me quedaban eran fuerzas. Aguanté la ya insoportable y tediosa recta junto al mar, -¡con la bonita impresión que me había causado esta costa cuando la vi por la mañana!- y aguanté a duras penas hasta mitad de la subida. Allí no podía más, me desvié a una explanada de piedra, de piedra claro, porque no había otra cosa en lo que me alcanzaba la vista, piedras. Me senté en el suelo y me planteé acampar y pasar la noche, no podía más. Después de beber del agua que ya estaba racionando y de comer galletas y frutos secos que llevaba empecé a animarme a mí mismo. ¡Vamos chaval, que tu puedes! ¡Joder! ¿No voy a ser capaz de acabar la subida y llegar hasta El Rosario? Mayores esfuerzos que estos he hecho y peores agonías he pasado sobre la bici. Y, así, animándome tontamente, volví a montarme en la bici, me arrastré en lo que me quedaba de subida y conseguí llegar, aún con luz, hasta un pequeño motel que había a la entrada de El Rosario.
EL ROSARIO
Dormí tan profundamente esa noche que no me enteré del fiestón que habían montado en el parking del motel, justo delante de mi puerta. Al levantarme, me encontré los rescoldos de una hoguera y restos de la jarana. Era muy temprano y no había nada abierto para desayunar, así que no se me ocurrió otra cosa que hacerme un café aprovechando las brasas. Me hizo gracia que el mismo fuego que había servido para el festejo de los lugareños de los alrededores iba a servir para preparar el desayuno de un chalado que estaba a punto de adentrarse en el desierto con su bici y sus alforjas. Tampoco era muy consciente de lo que me esperaba por delante hasta que no vi un cartel indicador a la salida de El Rosario que lo dejaba meridianamente claro: “Próxima gasolinera a 318 kilómetros”. Había hecho acopio de comida y agua, pero imponía.
La mañana era fría y el cielo estaba nublado, un buen día para adentrarse hacia el centro de la península de Baja California, al desierto. Al principio la carretera subía ligeramente por el lecho de un río seco hasta girar a la derecha en dirección a una sierra, ahí empezaba a subir. Me hizo ilusión encontrar a media subida un rancho en el que poder comer y beber algo. Las nubes se iban apartando y dejaban paso a un sol que comenzaba a calentar las piedras del desierto. No había una gasolinera en más de 300 kilómetros, pero cada cuarenta o cincuenta te encontrabas un ranchito junto a la carretera, en medio de la nada, en el que podías conseguir unos tacos y bebida fresca. En la soledad de este lugar, solo interrumpida por el paso de algún esporádico coche, estos ranchos los consideraba de parada obligatoria.
Una vez dentro de la desértica sierra, la carretera es un continuo subir y bajar de largos repechos. En una de esas bajadas en que dejaba que mi bici se lanzase cuesta abajo, me encontré con un ciclista parado junto a la carretera.
- ¡Pero si hay vida por aquí! – Pensé mientras frenaba al tiempo que sacaba mi cámara para fotografiar a este ejemplar del desierto.
Era un japonés que me saludó con una gran sonrisa, un feliciano, con pantalones vaqueros, camisa de algodón, zapatillas y un reflectante de los que usan los obreros en las calles de los USA. Tras saludarnos, le pregunté si tenía algún problema, la pregunta normal que haces a un ciclista que ves parado y mucho más en un lugar como este, en plena bajada. Sacó ce nuevo su gran sonrisa y me miró extrañado.
- ¡No! ¿Por qué voy a tener un problema?
Las conversaciones que tuve posteriormente con él me dieron la explicación a su extrañeza por la pregunta. El tema de los problemas no entraba en su esquema mental.
- Me llamo Ryuta, soy japonés pero llevo un tiempo trabajando en los Estados Unidos. He ahorrado dinero para este viaje. He salido de Boston con mi bici y quiero llegar hasta Fortaleza en Brasil – Me dice todo risueño.
Yo lo miré de arriba abajo. Me estaba riendo al tiempo que le preguntaba si ya había andado antes en bici. Me contestó que no, que le pareció un buen medio para viajar, pero que no había practicado con la bici antes de salir. Ya me descojono del todo.
Rodamos un buen rato juntos charlando de vez en cuando. Aguantaba muy bien, hasta que en un repechó se fue quedando y yo seguí hacia adelante. Menos mal que, al rato, tuve un momento de lucidez y me pregunté a mí mismo que qué prisa tenía, que podía dejar por un rato mi gustosa soledad y disfrutar de la compañía de un tío tan majo. Le esperé en lo alto de un repecho sentado en una piedra, con chocolate, galletas y una botella de agua con sales. Ahora era él el que se descojonaba.
El desierto seco, pedregoso y duro se fue transformando, según avanzábamos en un desierto hermoso, el Desierto de los Cirios. Los cirios son unos árboles o cactus finos y alargados que florecen en su parte alta y con el sol producen unos reflejos que asemejan a unos cirios encendidos. También había unas zonas de grandes piedras de granito que parecían esculturas del desierto. En otra zona nos encontramos con un bosque de cactus gigantes, el llamado cardón gigante, donde sacarnos fotos se convirtió en un reto. Parecíamos pequeños insectos junto a semejante mole de cactus. Muchas paradas, muchas fotos y muchos kilómetros, al final empezaba a estar muy cansado y me entró ese agobio de querer llegar para dejar aparcada la bici. Le dije a mi simpático compañero que tiraba para adelante y que le esperaba en Cataviña, el único pueblo que hay en mitad de este desierto. Puse el automático y una marcha borriquera hasta llegar, agotado, a Cataviña. El ministerio de turismo de México ha puesto un hotel muy majo, con piscina, wifi y todo, para los turistas que se acercan a ver las maravillas de este desierto. Ya esentado, comido y bebido, me dirigí a la entrada del pueblo donde me quedé mirando la carretera que surcaba el desierto por el que había venido. Por ahí apareció Ryuta con la misma amplia sonrisa de siempre.
ROSARITO
Cataviña son unas cuantas casas en medio del desierto donde me encontré con bastante ambientillo. Además del hotel con piscina y wifi, hay un pequeño restaurante regentado por un matrimonio