Nicaragua

                                             

Cosigüina

Me parecía muy interesante conocer algo de Nicaragua con mi bici, perotampoco era cuestión de ponerme a pedalear por el país sin más, así, a lo loco. Tampoco tenía muchos días antes de volverme a casa, por lo que me pareció una buena idea recorrer toda la costa del Pacífico desde el norte al sur, todo lo cerca del mar que se pudiera. Una vez creado el objetivo, lo más importante era ponerse en marcha, marco el punto más al norte que veo, empaqueto mi bici y me monto en un bus que me llevaría desde Costa Rica hasta Managua. Al día siguiente otro bus que me llevaría hasta Chinandega. Et voilà, ya estaba pedaleando por una carretera que no tardaría en convertirse en una pista de tierra y que me llevaría hasta la localidad de Potosí, otro Potosí, este a orillas del golfo de Fonseca que baña las costas de Nicaragua, Honduras y El Salvador.

Tanto en Costa Rica como en Managua, a los que les contaba el recorrido que tenía previsto hacer, me advertían de los grandes peligros que corría. Me decían que eran zonas muy alejadas, que me podían asaltar por los caminos y no sé cuantas cosas más. Mi primer día de pedaleo hacia la península de Cosigüina fueron de soltar piernas y de girar mi cabeza hacia todos lados para controlar todo lo que me rodeara. Me habían metido miedo y desconfiaba de todo. En estos casos lo que suelo hacer es sentarme en algún garito de carretera, tomar algo y observar. Nadie parecía prestarme mucha atención. Esta zona no está en la ruta de los que recorren el continente americano en bici, pero seguro que no soy el primero que pasa con sus alforjas por esta pista de tierra. Cuando llego a Potosí, dejo mis cosas en un pequeño y agradable hotel. Me reciben con mucha amabilidad y me indican atentamente la ruta que debo tomar al día siguiente para ascender al volcán Cosigüina y donde puedo encontrar guías que me puedan acompañar. No sé, de momento  no veo gente asilvestrada ni a nadie que me quiera asaltar.

   Me doy una vuelta por el pueblo. La playa que da al golfo de Fonseca no es muy bonita en el sentido de tomar el sol y darse un baño, pero por ahí veo a unos pescadores descargando la pesca de sus barcas, unos cerdos en la orilla comiéndose las medusas varadas -buen sistema para eliminarlas de la arena- y un poco más allá unos jóvenes cascándose un partido de futbol de campeonato. Sigo caminando hacia el sur y me encuentro una rústica y enorme piscina construida con muros de cemento y que recoge las aguas termales de uno de los muchos manantiales que hay por la zona. Ahí está todo el pueblo bañándose, los niños por un lado chapoteando y gritando, y los mayores por el otro charlando tranquilamente con el cuerpo metido en las aguas termales. Como no, yo también me meto al agua, nado un poco y saco fotos. Oigo a mis espaldas a los adultos que hablan entre sí y entiendo algo sobre un “gringo”, me giro y veo que me están mirando. Les digo que de gringo tengo muy poco y se ríen a carcajadas, al tiempo que veo que tienen una botella de ron “Flor de Caña”, una Pepsi grande y vasos de plástico. Enseguida nos ponemos a hablar y me ofrecen un trago, ya la hemos liado.

   Cuando les cuento que al día siguiente quiero subir al volcán, me sorprendo al enterarme que ellos no han subido nunca, viviendo toda su vida allí, al pie del volcán Cosigüina. Me sorprendo pero no debería, a todos nos pasa que tenemos cerca lugares maravillosos y no los conocemos. Peor aún, encima nos vamos a descubrir lugares lejanos. El caso es que entre trago y trago consigo convencerles para subir al día siguiente. Son agricultores, plantan maní o cacahuete, y quedo que al día siguiente pasaré a buscarles para subir a primera hora. Nos chocamos las manos como forma de cumplir el compromiso y me marcho con uno de sus hijos para saber dónde viven. Estos no se me escapan, yo quiero subir y ellos van a venir conmigo.

   Al día siguiente aparezco a primera hora en las cabañas del campo donde el hijo me había enseñado que vivían. Me cuesta despertarles con la resaca que tienen, pero lo consigo, y tras dejarles desayunar nos montamos en una pickup hasta donde acaba la pista y empieza el bosque y la subida al volcán.

   El Cosigüina tiene 850 mts de altitud y en su cráter de 2 kilómetros de diámetro hay una espectacular laguna. La última vez que reventó fue en 1835 y es el tercer volcán con la erupción más bestia en los últimos 500 años, formando la península en la ahora estamos. Subimos por el bosque, sin dejar de jadear y con continuas paradas. Primero a visitar a unos que viven en una cabaña en mitad de la selva, luego a pegar tiros con una escopeta, hasta que, sin salir todavía del bosque y cuando se empina de verdad, uno de ellos se sienta en una raíz y me dice que no puede más. Nos sentamos todos al tiempo que abro mi mochila y saco una botella de “Flor de Caña”. Nos reímos todos, al gordito se le iluminan los ojos y, así, chupito a chupito conseguimos llegar al borde del cráter. Mis amigos gritaban viendo la espectacular laguna en el fondo del cráter, abrían los brazos levantando la cabeza hacia el cielo y señalaban el golfo de Fonseca en toda su amplitud, la costa de Honduras y la de El Salvador.

 ¡Qué momentazo!

 

Jiquillo  

Al día siguiente vuelvo a montarme en la bici para retomar la pista que me lleva de vuelta a Chinandega. Unos cuantos kilómetros sobre la bici y me desvío a la derecha, en dirección a la costa. Mis amigos de Cosigüina me avisaron de que no tenía que dejar de visitar Jiquilillo, un pequeño pueblo de pescadores. Tenían toda la razón, me encuentro un conglomerado de pequeñas casas esparcidas a la orilla del mar frente a una kilométrica playa y unos pocos hoteles rústicos o cabañas con alojamiento. Me planto en una especie de campamento que ha montado un estadounidense, con una serie de cabañas formando un semicírculo sobre una campa y con varias literas en cada cabaña. Una estrecha zona de arboles te separan de la playa, el paraíso. Un lugar para quedarse unos cuantos días, llego a planteármelo, pero decido pasar un solo día, tengo que seguir viendo más cosas.

   El día lo dedico para acercarme al estero Padre Ramos con otro arenal inmenso que, a diferencia de Jiquilillo, no tiene olas en la orilla. Me encuentro con algunas familias con niños que se bañan sin peligro. Al otro lado del estero diviso más playas solitarias con el bosque llegando hasta la arena, me imagino que para llegará hasta allí solo puedes hacerlo en barca. Ya me habían avisado que esta zona no era muy conocida, todavía. En Jiquilillo no veo turistas, solo algunos surfistas estadounidenses, una joven pareja de españoles con un niño  pasando una temporada y una mujer canadiense que está recorriendo Centroamérica. Hablando con la mujer, me dice que no sabe dónde ir a comer, sin dudarlo, le respondo que yo la invito. Lo bueno de la bici es que, una vez que dejas las alforjas, te mueves por todas partes con más rapidez, hablas con más gente y te haces antes al lugar. Yo ya había planeado mi comida y donde come uno comen dos, o algo parecido dice el refrán. La canadiense me acompaña hasta la modesta lonja, en la misma playa, donde están subastando los pescados que acaban de descargar de las barcas. Elijo un pescado y lo compro. Unos metros más allá, en una casita que está también en la misma playa, le pido a la mujer que tiene un fuego encendido, si me lo puede cocinar. Me cobra más o menos lo mismo que me ha costado el pescado, lo asa al fuego y nos lo sirve con guarnición de yuca y tomate sobre una mesa de plástico en la misma playa. Ni estrellas Michelín ni leches, pocas cosas pueden superar a esto. La canadiense flipa y yo me hago el modesto.

-Bah, nada, casi todos los días como más o menos así…

 

Chinadega

  Me quedaría más días en Jiquilillo, pero he quedado con el hijo de uno de los que subió conmigo al volcán Cosigüina en Chinandega. Les había comentado que me gustaría ascender al volcán más alto de Nicaragua, el san Cristobal, de 1745 mts. El chaval, que estudia en Chinandega, me dijo que un primo suyo vive en una aldea situada al pie del volcán unos kilómetros más al norte de Chinandega. También me dijo que su primo sabía cómo subir al volcán por su cara norte, y yo le creí. Me alojo en un hotel en el centro de la ciudad y antes del amanecer ya estamos montados en una camioneta de transporte de pasajeros, de esas en las que vamos sentados en la caja trasera unos frente a los otros. Nos bajamos en la aldea, nos presentamos y con mucha calma empezamos a subir.

El volcán San Cristóbal siempre está humeante, se ve desde todas partes porque es el más alto y por la espesa fumarola que sale de su cráter. El viento sopla del sur y el humo va hacia el norte, donde estamos, y cuando empezamos a caminar lo veo lejísimos, pero me repite que sabe cómo subir, vale. La pista por la que vamos andando se convierte al rato en un camino, luego en un sendero, más adelante en un vericueto hasta que ya vamos por selva tupida, bosque. Llevamos varias horas caminando y aún no hemos llegado a la ladera del San Cristóbal, aún estamos en la ladera del volcán anterior, el Chonco. Hasta ese momento he ido a rueda, pero al ver que ríen y balbucean nerviosos me doy cuenta de que nos hemos perdido, en mitad del bosque. Veo que, al fondo, abajo a la izquierda, se vislumbra algo parecido a un terreno cultivado. Pienso que el agricultor llegará por algún camino hasta allí. Me pongo en cabeza del pelotón y con mucho esfuerzo conseguimos bajar hasta el terreno cultivado y de ahí, encontrar un camino que nos devuelve a la carretera. Primer intento de ascensión fallido.

   Al día siguiente arranco con mi bici por la carretera hacia la ciudad de León. En todo momento, no puedo dejar de mirar a mi izquierda, hacia el San Cristóbal. Ahí está, imponente, cónico, perfecto, humeante. El volcán parece que me está llamando. Y me llama, porque cuando casi estaba a punto de dejarlo atrás, veo que de la carretera arranca una pista en buenas condiciones que va hacia la izquierda, hacia el volcán. La primera parte es llana, atravesando cultivos, caña de azúcar, y cuando llego al bosque la pista se pone cuesta arriba. Voy subiendo y pasando junto a pequeñas aldeas y caseríos, hasta llegar al final de la pista, al último poblado. Desde aquí hay que subir andando. En una cabaña que hace las funciones de pequeña tienda de comestibles, o pulpería como lo llaman por aquí, les pido que me guarden la bici y les pregunto por alguien que me pueda hacer de guía para subir al cráter. Enseguida aparecen dos chavales que están encantados de sacarse un dinerillo por subir conmigo al volcán. Atravesamos unas plantaciones de aguacate, un tramo largo de bosque hasta que llegamos a la zona más empinada de piedra y lava por la que tenemos que subir haciendo zigzag.

¡Al segundo intento he conseguido hacer cumbre volcánica! Les pido a los chavales que me saquen una foto en el borde del cráter y me dicen que ni por el forro se acercan ahí. No me extraña, bastantes malas experiencias tienen, sin ir más lejos, justo enfrente, a un par de kilómetros, tengo al volcán Casitas. La catástrofe ocurrida en 1998 que dejó miles de muertos, fue provocada por el huracán Mitch, no por una erupción, pero poca broma. Así que un par de fotos y para abajo, que también nos puede cambiar el viento y la liamos con la fumarola. La bajada la hago por una zona de lava fina, a toda pastilla haciendo eslalon, como si fuera esquiando. De hecho, uno de los atractivos que ofrecen a los turistas de León, es ir al volcán Cerro Negro a bajarlo con tablas de snowboard.

 

León

León fue la capital de Nicaragua durante mucho tiempo, peleándose con Granada por ese puesto hasta que decidieron poner la capitalidad en una tercera ciudad. Después de andar por montañas y bosques me apetece bastante meterme en una ciudad. Aquí hay de todo, también hoteles con algunos turistas y muchos mochileros. Ciclistas con alforjas no he visto ninguno hasta ahora, no sé, quizás los que hacen el recorrido de América lo hacen por la carretera panamericana, bastante más arriba. Me alojo en un hostel de estos en los que compartes habitación, lavabos, cocina comedor y, sobre todo, compartes muchas charlas. Algunos llevan meses deambulando y son los que mejor me pueden aconsejar que zonas del país visitar y a donde no merece la pena ir. Lo que si merece la pena, y mucho, es pasear por León, desayunar temprano en una terraza, sentarte en la plaza o en un parque a ver la intensa vida de la ciudad, contemplar las casas y edificios de estilo colonial, comer en pequeños locales y visitar los alrededores. Me quedo dos días.

   En el hostel hay muchos viajeros solitarios. Tres de ellos, un francés un catalán y yo decidimos dejar la soledad y hacer unos cuantos planes juntos. Pillamos un bus para ir a comer y pasar la tarde en la cercana playa de Las Peñitas. Otra de las sorprendentes playas que ya visitan bastantes surfistas. Comemos junto al arenal del tranquilo estero que rodea el parque natural de la isla de Juan Venado. Tranquilo hasta que sube la marea y las olas sobrepasan el banco de arena de la entrada del estero. Los desesperados gritos de un matrimonio nos sobresaltan y tenemos que salir corriendo para sacar del agua a dos niños que estaban siendo arrastrados por las olas hacia el interior del estero. Cuando volvemos a nuestra mesa de la solitaria terraza en la solitaria playa donde hemos comido, nos miramos sin decirnos nada. Los padres no nos han dado las gracias de palabra, solamente se han abrazado, llorando, a los niños que hemos pasado de nuestros brazos a los suyos. Ya sentados en la mesa, decidimos hacer planes para el día siguiente en la ciudad de León. Algo ha pasado que nos ha unido.

   Al día siguiente contratamos un Tour que nos lleva a visitar el fuerte en el que se defendían los sandinistas. En la ciudad hay muchos murales en paredes con estética revolucionaria y sandinista. Luego nos vamos a patear los barrios alejados del centro de la ciudad. Vemos a un hombre con un gallo en los brazos y comenzamos a charlar con él. Nos dice que es un gallo de pelea, como lo cría, lo cuida y cuanto lo quiere, le da besitos en la cabeza. Ya nos habían ofrecido asistir a una pelea de gallos en León, un espectáculo por el que cobran entradas. Nuestro interlocutor nos dice con desdén que eso es para turistas, que él tiene esta misma tarde una pelea de verdad, en el bosque, pelea a vida o muerte. Literal, gana el gallo que mata a su contrincante.

-Si tanto le quieres a tu gallo, al que pones nombre y das besitos, ¿no te da pena que hoy lo puedan matar?- Le pregunto todo inocente.

Me mira y me examina de arriba abajo intentado descubrir si seré capaz de entender algo. Me contesta con un escueto <<¡ya!>>, como si le hubiera advertido que si sale a la calle y llueve, se mojará. Nos invita a ver el combate de gallos y no lo dudamos. Allá vamos los tres tras el criador de gallos, saliendo del barrio para adentrarnos en el bosque.

   Tras un buen rato caminando por un serpenteante camino llegamos a un claro en el bosque en el que hay un círculo hecho con tablones verticales en donde se agolpa la gente. Muy cerca hay una zona de jaulas donde van metiendo los animales y una balanza en la que los pesan para emparejar combates con gallos del mismo tamaño. Aunque pesen lo mismo, uno de los dueños se puede negar a enfrentar a su gallo con el otro. Tras emparejar dos gallos, los dueños deciden que tamaño de cuchilla van a colocar junto a una de las garras del animal. Tienen unos estuches con cuchillas curvadas de diferentes tamaños y materiales que colocan atándolas con pita en la pata del gallo. Un árbitro mide la navaja de cada gallo para comprobar que son del mismo tipo.

   La gente nos mira extrañados por ver a extranjeros por ahí, pero tampoco se preocupan mucho de nosotros, están mucho más atentos a los combates y a la parafernalia que rodean los combates. Nadie parece molestarse, saco fotos y grabo vídeos, y me contestan cuando les pregunto por cosas que me sorprenden como el peso o las cuchillas. No veo moverse dinero, pero entre pelea y pelea, se forman animados corrillos en el bosque o en las mesas de la especie de merendero que está al lado. También nosotros nos bebemos alguna que otra cerveza para poder ver lo que ocurre cada vez que el árbitro pone a funcionar un gran cronómetro rectangular que mide el tiempo de duración del combate. No voy a contar lo que ocurre con el gallo de nuestro cicerone. Me da un poco de pena.

Casares

Con mucha pena salgo con mi bici de León, es una ciudad en la que se está realmente a gusto. Pero tengo que continuar. Mis amigos me han dicho, eso es lo bueno de hablar con gente que lleva semanas o meses viajando, que no puedo perderme el visitar la isla de Ometepe, en el lago Nicaragua. Mi intención es bajar junto al Pacífico hasta Costa Rica, pero si voy a Ometepe tengo que desviarme. No se si me dará tiempo a todo. Pedaleo temprano por la mañana por la carretera que va de León a Managua. A esta hora pasan muchos camiones que van del puerto de Corinto hacia Managua. Al cabo de una hora, agobiado por el tráfico, me paro, me bajo de la bici y levanto mi mano al ver el primer bus que aparece. El bus se para, le digo que voy hacia Montelimar, en la costa, el chofer me dice que va a Managua pero que me deja en el cruce de Los Cedros. Esto funciona así por estos lugares, echamos la bici en lo alto y encuentro un asiento libre en la parte trasera del abarrotado bus. Recorro unos 50 kmts en el bus hasta que el conductor me avisa que hemos llegado al cruce. Cuando se aleja el ruidoso y bullicioso bus, empiezo a colocar las alforjas sobre la bici y a sentir de nuevo el silencio y la soledad. Solo un periquito viene a verme, pero le digo que no va a poder venir conmigo.

   Al cabo de dos horas rodando por la carretera enlosada que baja hacia la costa, llego a un pequeño pueblo en cuya entrada se encuentra un grupo de jóvenes con pinta de malotes. En cualquier otra situación hubiera pasado de largo, pero tenía hambre y, sobre todo, sed. Les pregunto por si saben de algún lugar en el que pueda comer y beber algo. Llevo barba de diez días, voy sucio, sudoroso, sediento y muy cansado. Me miran, miran mi bici y se miran entre ellos. Yo me quedo en silencio hasta que uno de ellos, muy amablemente, se me acerca y extiende su brazo señalando al frente.

-´´Si claro, cuatro cuadras más adelante, a la derecha, doña María le puede hacer algo para comer”

Estos placeres que te sorprenden viajando en bicicleta no tienen precio. Estoy en la gloria sentado en el pequeño porche comiendo los frijoles y la tortilla que me ha preparado la doña en un momento.

   La carretera baja hasta Montelimar, donde hay una gran playa, algunos alojamientos y el resort de lujo Barceló Montelimar Beach, lugar de veraneo o fin de semana de mucha gente de Managua. Los terrenos del resort pertenecían a unos inmigrantes alemanes hasta que, en la segunda guerra mundial Nicaragua declaró la guerra a Alemania y los Somoza les requisaron los terrenos para construir una mansión y una hacienda. Luego fue casino y ahora, reformado, un hotel. Interesante historia, pero no me apetece mucho ir, prefiero vagar por lugares más solitarios. Me cuentan que un poco más adelante del pueblo donde he comido, sale una carreta hacia la izquierda que va paralela al mar, unos 15 kmts más arriba, y me lleva hasta la carretera que baja de Jinotepe hasta La Boquita, otra increíble playa más con un pequeño hotel en el que tengo previsto dormir.

   Lo que empezaba como una carretera se va reduciendo con el paso de los kilómetros hasta convertirse en una pista de tierra. Se rueda peor con la bici, pero no me importa. Voy por una zona preciosa de bosque y matorrales, pasando por pequeñas aldeas y atravesando arroyos que bajan de las montañas. En todos los ríos que cruzo, veo a niños bañándose en pozas y no me aguanto, claro, yo también me pego un chapuzón para refrescarme.

Lo que empezaba como una carretera se va reduciendo con el paso de los kilómetros hasta convertirse en una pista de tierra. Se rueda peor con la bici, pero no me importa. Voy por una zona preciosa de bosque y matorrales, pasando por pequeñas aldeas y atravesando arroyos que bajan de las montañas. En todos los ríos que cruzo, veo a niños bañándose en pozas y no me aguanto, claro, yo también me pego un chapuzón para refrescarme.

   Continúo por la pista que es la vía de comunicación entre varios pueblos, pero sólo me cruzo esporádicamente con algún coche, carros, caballos y paisanos en bicicleta. Con una bici de montaña se disfruta por este terreno, pero empiezo a estar cansado y dolorido en brazos y piernas, por eso, siento como una liberación cuando llego a la carretera perfectamente asfaltada que baja de Jinotepe hasta la costa. Frente al mar, en lugar de continuar hacia el sur, giro a la derecha en dirección a La Boquita, ahí hay un pequeño hotelito y es el final de mi etapa de hoy.

   La Boquita es un pequeño pueblo frente a una inmensa playa, con cuatro restaurantes con sus mesas en la misma playa y un pequeño hotel, que está cerrado. Me da igual, solo pienso en dejar mi bici en uno de los chiringuitos de playa, pedir algo para comer y salir zumbando hasta el agua mientras me preparan la comida, ya dormiré donde sea. Ya bañado, comido y relajado, el dueño del restaurante me cuenta que el francés que regentaba el hotel se ha marchado hasta Casares para llevar otro hotel allí, son quince kilómetros y ese si que está abierto. La carretera es de asfalto, estoy descansado y tengo tiempo. Me vuelvo a montar en mi bici y pedaleo paralelo a la costa hasta Casares.

 

Huehuete

-“El camino más corto para llegar a El Astillero, es yendo por la playa”.

   Me dice mientras extiende su brazo para señalarme el mar. Este hombre, bajo, seco y flaco es la única persona con la que me he encontrado en Huehuete. Me quedo mirando sus pequeños ojos oscuros, luego su brazo, su mano y su dedo índice, hasta girar mi cabeza hasta la playa que me señala allí, al fondo, entre los árboles. Vuelvo mi vista hacia el hombre y me quedo callado esperando una carcajada. Nada.

-“Son 25 kilómetros de playa, pero si quieres ir por pistas o carretera tienes que volver a Casares, subir hasta Jinotepe, seguir por la carretera Panamericana y bajar de nuevo hasta El Astillero. Son 90 kilómetros.”

  Ni carcajada ni leches, ni siquiera esboza un amago de sonrisa. Vuelvo a mirar hacia el mar que, sin descanso, bombardea la playa con sus olas. Una playa de arena húmeda que acaba en el borde de una selva seca tropical.

   -“¿Pero aquí la marea sube y baja, no?”- le pregunto haciendo lo que mejor se hacer, el tonto.

   Huehuete es un pequeño pueblo, o núcleo residencial de casas unifamiliares entre árboles y frente a la playa. Ahora mismo está todo vacío, no hay nadie, por lo que entiendo que sus dueños, las familias adineradas de Jinotepe, las tienen como segunda residencia y solo aparecen por aquí en vacaciones o fines de semana. Este solitario habitante de Huehuete no creo que trate con mucha gente a lo largo del día, a pesar de ello, empiezo a notar que ya se cansa de mí y que, efectivamente, se ha creído que soy tonto. Pasa de un tono seco a uno más condescendiente.

   -Si, la marea sube. Cuando sube, el mar llega hasta el borde de la selva y ya no puedes avanzar. El bosque, como te darás cuenta, es intransitable, y menos con una bicicleta. Ahora mismo la marea empieza a subir, así que, cuanto más te demores en salir, menos posibilidades tendrás de llegar a El Astillero.

Por sus palabras intuyo que ya no le apetece mucho seguir conversando conmigo. Pura intuición, bueno, y porque se da la vuelta y se marcha con su hacha en la mano, a seguir con lo que estuviera haciendo. Me quedo solo mirando a ratos hacia la playa y a ratos hacia el camino cementado que me llevaría de vuelta a Casares, pequeño pueblo de pescadores donde he pasado la noche.

   Suelo dudar de las indicaciones que me da la gente sobre los caminos a seguir, generalmente porque no pillan lo de la bici. Las indicaciones las suelen dar desde un esquema mental de ir en coche o a pie. Por eso suelo preguntar a varios y de ahí saco mis conclusiones, pero es que aquí no había nadie más que el leñador. Además, antes de encontrarme con él, ya había intentado seguir una pista que salía de Huehuete hacia la selva que se iba estrechando hasta desaparecer. Solo tenía dos opciones 90 kilómetros para volver a mi ruta del Pacífico nicaragüense o 25 por la playa solitaria.

   Me desbloqueo y decido ir a probar la bici por la arena. Cerca de la orilla se hunden un poco las ruedas, pero avanzo. Me hago a la idea de que serían 25 kmts subiendo un puerto de montaña. Bien, que más, comida llevo de sobra. Pero agua, ¡joder!, sólo llevo una botella de litro y medio para 25 kmts de arena y un sol del carrallo sin nada de sombra.

   Normalmente llevo agua de sobra, pero esta mañana he tenido que salir escapando de Casares, justo después de comprarle el agua a un paisano. Le he preguntado por algún sitio en el que pudiera comprar agua y, muy amablemente, me ha dicho que él vivía al lado y que tenía una botella que me podía vender. Bien, le espero en la calle, sale de su casa y en el momento en el que él me está entregando la botella con una mano y recogiendo el dinero acordado con la otra, el típico trapicheo callejero, resuena en mi pescuezo una voz grave y autoritaria que dice: “¡Alto, que están haciendo!” Giro mi cabeza, haciendo un Mannequin Challenge con el resto de mi cuerpo y la botella de agua uniéndome al cuerpo del paisano, y me encuentro a dos militares que se habían acercado sigilosamente hasta nosotros. Asustado e inmóvil, les indico con mi nariz señalando a mi mano izquierda y les digo “esto es agua para beber”, ya más tranquilo porque me empieza a hacer gracia la situación, giro mi nariz a la derecha y les digo, “y esto es el dinero con el que pago el agua para beber”. Cuando ya ven que es agua, que me estoy aguantando la risa y que soy turista, ya me dejan marchar con mi botella. Pero solo una botella, y no estoy con ganas de volver a pasar por Casares. Al menos por un tiempo.

   Casares es un precioso pueblo de pescadores con una enorme playa donde están varadas todas las barcas de los pescadores. En realidad, esa noche pensaba dormir en el pueblo de La Boquita, mucho más turístico, con una playa de ensueño, algún que otro restaurante con sus mesas para comer en la misma arena, paseos a caballo por la orilla… Pero el hotel estaba cerrado. Después de zamparme un buen pescado le pregunto al del restaurante por el hotel y me dice que está cerrado. Pero el dueño, un francés, ahora tiene otro hotel en Casares, unos kilómetros más al sur.

   Así es, el hotel de Casares, el Saint Tropez, está en la misma playa. Cuando llego, el francés no está, pero me atienden con mucha amabilidad y me dan mi habitación, con un balcón encima de la playa y todo el pacífico por delante. La playa está llena de barcas varadas con los pescadores subidos a ellas charlando en grupos. A la izquierda la pequeña y rústica lonja donde discuten el precio del pescado recién descargado. Me ducho a toda prisa pensando en la cantidad de fotos chulas que puedo sacar por aquí. Y las saco, de la playa, las barcas en la arena, la lonja, los cerdos buscando la sombra en las calles, un tío vestido con una camiseta de la Real Sociedad, saco fotos como un poseso. Pero nadie me contesta cuando le pregunto algo, ni siquiera me miran ni me hablan. Tampoco le doy muchas vueltas, serán así. Yo me paso el día solo, pedaleando con mi bici sin ver ni hablar con nadie durante horas, así que, quién soy yo para juzgar a todo un pueblo que no quiere hablar con un turista. Al final, me alejo de las barcas y me doy un baño solitario, sintiendo a lo lejos las furtivas miradas de los mudos lugareños.

   Cuando estoy cenando en el hotel aparece Patrice, el dueño, que volvía de pasar el día en Jinotepe. Soy el único huésped alojado en el hotel y el francés acaba sentándose en la mesa y conversando. Me cuenta cómo apareció por allí, dejó todo y se montó el hotel, como dejó un pueblo para venirse al otro, y yo le cuento mi viaje en bici. Le comento lo maravillado que estoy por la belleza salvaje de Nicaragua y la cercanía y cariño con la que me ha tratado la gente con la que me he encontrado. Le noto orgulloso de lo bien que hablo del país y sus gentes, por eso me da pena pero se lo tengo que preguntar.

 -“¿Por qué nadie me dirige la palabra en este pueblo?”

 Él se queda callado mirándome y tengo que volver a preguntar.

 -“¿Son un poco raros por aquí, no?”

Duda un instante, hasta que abre su bolsa de viaje, saca el periódico del día y lo extiende sobre la mesa. Lo miro y veo que la mitad superior de la portada la ocupa una foto en la que se ve a una quincena de personas detenidas custodiadas por oficiales. Pone su dedo índice sobre la foto y me dice:

-“Esto ocurrió ayer en Casares y todos son de aquí. Metían paquetes de droga entre las cajas de pescado cuando volvían de pescar y les han pillado. Ahora está el pueblo lleno de militares y policías”

   Me echo las manos a la cabeza y me veo con mis bermudas, mis zapatillas, mi camiseta de algodón y mi cámara de fotos y vídeo, paseándome toda la tarde por el pueblo. En estos viajes en solitario con mi bici, lo tengo claro, pedalear, hablar con gente, sacar fotos, comer, beber y dormir, pero nada de acercarme a líos raros. Casares es un paraíso para cualquier viajero, pero he llegado en un mal día.

   A la mañana siguiente, desayuno, me visto de ciclista, cargo las alforjas sobre la bici y me dedico durante media hora a dar vueltas por el pueblo. Que me vea todo el mundo que soy el de las bermudas y cámara de fotos que llegó la víspera con su bici y que me las piro a seguir con mi viaje. Por si acaso. Cuando estoy a punto de largarme, me doy cuenta de que casi no llevo agua. Le pregunto a un hombre por un lugar donde conseguir agua y me ofrece una botella que tiene en casa. Tenía que haber sabido que no estaba la cosa para trapichear, ni con agua.

En Huehuete decido lanzarme a la arena. Veinticinco kilómetros de playa salvaje, océano Pacífico y selva.

El Astillero

   Me voy alejando de Huehuete y de las casas que tienen las familias adineradas de Jinotepe como segunda residencia, para adentrarme con mi bici en la kilométrica playa. A veces pedaleo junto a la orilla, otras veces más arriba en la playa, en ocasiones me tengo que bajar de la bici para pasar una zona de rocas y, con frecuencia, me paro a sacar fotos. Estoy preocupado porque la marea está subiendo y tengo que llegar hasta El Astillero antes de que me sea imposible seguir avanzando. No me importa quedarme a dormir en el borde del bosque si sube la marea, hasta me parece una buena experiencia, lo que me agobia es que ya estoy empezando a racionar el poco agua que me queda. Hace calor, no hay sombra que me proteja del sol y esto es muy solitario. Solamente me cruzo con una campesina a caballo que se dirigía hacia Huehuete. La he saludado pero no me ha hecho mucho caso, como para pedirle agua.

   Empiezo a desesperarme, estoy requemado y solo me quedan un par de tragos de agua que estoy guardando a pesar de la sed que tengo. Miro al frente y solo veo la playa que se corta al fondo por un cabo, ni rastro de El Astillero. Mientras pedaleo pesadamente por la arena, me marco mentalmente ese cabo como el punto límite, la situación crítica. Cuando ya me estoy acercando, veo a mi derecha que el bosque se abre y un pequeño llano de hierba alta me muestra al fondo una cabaña de madera. Me meto por la hierba esperanzado por encontrar algo “civilizado”, pero me hundo en la miseria al comprobar que está totalmente cerrada. Es un refugio para biólogos. Todo este bosque tropical seco es el Refugio de Vida Silvestre de Chacocente. Entre julio y noviembre se producen intermitentes llegadas masivas de miles de tortugas paslamas, para desovar en la playa y marcharse. Esta zona está ahora protegida de los depredadores que han reducido notablemente el número de tortugas, el peor depredador de todos, el ser humano que arrasaba con los huevos depositados.

   No tiene sentido que me quede junto a la cabaña, lo que necesito es agua. Me armo de ánimo y valor y vuelvo a la playa a pedalear hasta el cabo. Aquí se acaba la interminable playa, me bajo de la bici para cruzar andando las rocas y me encuentro una visión maravillosa. Frente a mí, nada más pasar el cabo, me encuentro una preciosa bahía con una gran playa de forma semicircular y las casas de El Astillero entre los árboles. La arena de esta playa es impracticable para una bici, como un naufrago que sale del mar llego hasta una de las primeras casas que es una pulpería. Pulpería en Nicaragua es como llaman a un local o similar que puede ser tienda de comestibles, bar y restaurante en algunos casos. En este caso es también restaurante y me siento totalmente derrengado en una mesa del solitario comedor. El dueño se sorprende por mi aspecto de naufrago pero, más aún, cuando ve como me ventilo, casi de una tirada, una botella de litro y medio de refresco. Me pregunta si quiero un pescado para comer y, como si fuera un naufrago de verdad, le contesto que llevo todo el día viendo el mar y que quiero algo de tierra adentro, un pollo asado. Y, ahora sí, quiero una cerveza fresca.

   Cerca de donde he comido hay un lugar, una especie de invernadero, en el que guardan los huevos que encuentran en la arena, que han dejado las tortugas rezagadas. Allí dejan que eclosionen para ir devolviendo las pequeñas tortugas al mar, donde solo tendrán que enfrentarse a los depredadores marinos. Mientras miro como los niños juegan con las pequeñas tortugas, pienso que merece la volver aquí en la época en que la arena de la playa desaparece bajo los miles de caparazones de las tortugas. Aquí no hay turismo todavía y, como no veo alojamiento, me monto en la bici para seguir por la costa y para gozar de nuevo de la sensación de pedalear sobre la dura superficie de la pista que me lleva hacia el sur. Subo un largo repecho y me encuentro con otra bahía aún mayor. Aquí si que veo más casas, bastantes surfistas y algunos hoteles, pero están cerrados. Más adelante, después de otra subida, llego a las salinas de Nagualapa y a otra bahía con su playa. Veo que desde El Astillero se han acabado las interminables playas, y la costa se convierte en una sucesión de bahías con sus correspondientes playas, más grandes o más recogidas.

   Entre las salinas y la playa, empiezo a buscarme la vida para dormir. No tardo mucho, en una casa me dicen que tienen una cabaña. Después de la paliza que me he pegado les digo que cualquier cosa me vale. Lo que me enseñan me parece un palacio. Una pequeña cabaña solitaria con su cama, su ducha y un rústico balcón mirando al mar. Aún me da tiempo de darme un baño en la playa antes de dormir.

Isla Ometepe

   Ya no me quedan muchos días, tengo que volver a Costa Rica desde donde sale mi vuelo de vuelta a casa. Desde este punto tengo que decidir si sigo por la costa del Pacífico hasta la frontera, o cruzo el istmo de Rivas hasta el lago Cocibolca, también llamado lago Nicaragua, para visitar la isla de Ometepe. Mis amigos de León me habían aconsejado con ardor que visitara la isla, así que decido cruzar el istmo desde la costa del Pacífico hasta el puerto de San Jorge, en la orilla del lago. Me voy a perder las playas que hay antes y después de San Juan del Sur, pero no tengo tiempo. Me vuelve a invadir la envidia, sana, por esos viajeros que no tienen fecha de vuelta y compran los billetes de avión solo con la ida. Pedaleo despacio por la pista de tierra que me lleva hacia Rivas. Me da mucha pena dejar las impresionantes playas que he conocido por la costa, pero me consuelo pensando que voy a conocer la isla más grande que existe en un lago de agua dulce. Tiene el mismo tamaño, y la misma forma, que la isla de Tahití. Ometepe está formado por dos volcanes, el Concepción de 1620 mts y el Maderas de 1393 mts, unidos por un pequeño istmo. Al rato de pedalear, cuando todavía me falta un buen rato para llegar a la orilla del lago, empiezo a ver los dos volcanes que emergen imponentes en el horizonte. Ya estoy deseando llegar.

   Los barcos que salen del Puerto de San Jorge lo hacen con una frecuencia cercana a la hora. No tengo que esperar mucho y no tengo problema para meter mi bici. En el rato de espera y en el propio trayecto del ferry, me doy cuenta que está cambiando el paisaje humano, empiezo a ver a muchos turistas. Rivas y Ometepe están muy cerca de la frontera con Costa Rica, y es un buen plan para una excursión. En Costa Rica, a diferencia de Nicaragua, hay mucho turismo y muchos jubilados estadounidenses tienen su segunda residencia. Venirse por aquí es una opción más, que sería mucho más sencilla si no fuera por lo engorroso del paso fronterizo, donde tienes que hacer una larga cola en las oficinas de aduanas para sellar el pasaporte. El ferry tarda una hora entre Puerto San Jorge y Moyogalpa y aún parece más corto al ir hipnotizado por la vista, frente a ti, de la inmensa mole del volcán Concepción.

   Solo tengo dos días más y me propongo, al menos, subir al volcán Maderas, el más bajo de los dos y el que no está activo. Ya me la jugué bastante subiendo al volcán San Cristóbal. Al bajar del barco me encuentro una larga cuesta que atraviesa el precioso pueblo de Moyogalpa. A mitad de la misma me paro en una terracita a comer algo, uno de esos momentos de relajación en el que ves pasar a la gente, a los turistas y disfrutando del ambiente, y piensas en quedarte ahí, con la bici aparcada a un lado por un buen rato. Pero no cuela, me puede la inquietud de ver más cosas y la curiosidad de querer saber cómo es lo que hay más adelante. Y lo que me encuentro una vez montado de nuevo en la bici, es una carretera enlosada que va atravesando pequeños pueblos y rodeando el volcán Concepción, hasta llegar al istmo que separa los dos volcanes. La playa más conocida del istmo es la de Santo Domingo, para mí no es tan bonita como las del Pacífico, pero uno de los tres hoteles que hay aquí se llama Villa Paraíso. Con ese nombre no dudo ni un momento, me quedo. Bueno, el nombre y que ya es tarde y que estoy reventado de pedalear.

   Lo normal en Ometepe, es subir a los volcanes en grupos y con guías, sobre todo al volcán Concepción, en el que necesitas casi todo el día para subir y bajar. Yo arranco muy temprano por la mañana, antes de la salida del sol, y pedaleo hasta la base del volcán. Allí escondo mi bici en la selva, me la juego, y comienzo la ascensión. Disfruto del silencio de la mañana, de la niebla y de la selva, quiero llegar al cráter y bajar de nuevo antes de que empiecen a subir los grupos. Cuando ya llevo un buen rato caminando, el silencio que me acompaña se rompe con un grito atronador. Asustado, vuelvo hacia atrás hasta un claro en el bosque. Allí me quedo paralizado mirando hacia la montaña, hacia la selva. Enseguida otro largo rugido me envuelve como la suave niebla que me acompaña desde el principio. No sé que hacer, joder, pienso que por este camino pasa gente cada día, si hubiera tigres jaguares o lo que sea, lo habría leído en alguna guía y me lo hubieran contado los amigos de León. Me arrepiento de no hacer como todo el mundo y contratar un guía para que me lleve hasta arriba. Me paso un buen rato intentando identificar a los animales que pueden estar lanzando estos desgarradores rugidos, hasta que me atrevo a dejar el claro y volver a entrar en la selva como quien entra en una oscura cueva. Voy tentando cada paso que doy y mirando hacia todos los lados, también hacia arriba. Allí, arriba, encuentro la explicación a los gritos cuando mi vista se acostumbra y veo a unos monos en lo alto de los árboles. No tiene pinta de que me quieran atacar, aunque uno de ellos me sigue un buen rato con sus huevos colgando sobre mi cabeza.

   Mi cabeza siempre suele ir mucho más allá que mi cuerpo, y cuando mi cabeza dice que 1400 mts de desnivel no es nada, mi cuerpo suele opinar lo contrario cuando lleva un buen rato subiendo. La intensa humedad y el esfuerzo de las duras pendientes me provocan tal sudor que estoy tan empapado como si lloviera torrencialmente. La niebla se espesa y mi visibilidad se reduce a unos metros. Me voy agarrando a las ramas y a los troncos de los árboles que crecen unos junto a los otros. Cada vez es más tupido el bosque. De repente, el camino empieza a descender con la misma pendiente que en la subida. No veo nada, pero entiendo que he llegado a lo más alto del volcán y ya estoy bajando hacia el cráter. Cuando acaba la cuesta, los árboles desaparecen y me encuentro frente a una laguna que inunda parte del cráter y a la que la niebla le da un aspecto fantasmagórico, casi mágico. El viento dobla las cañas y hierbas de la laguna, y remueve con fuerza las ramas de los árboles que rodean el cráter. La laguna Maderas tiene 400 metros de largo pero sólo consigo ver, en los momentos en que se despeja un poco la niebla, un centenar de metros o dos. Me paso un buen rato en este mundo irreal antes de comenzar el descenso. Al poco de estar bajando el volcán, la niebla empieza a disiparse y aparece el sol. Más adelante, empiezo a cruzarme con grupos de excursionistas que suben alegremente junto a sus guías, bajo un caliente y luminoso sol. Me siento como uno de los monos de la selva, recién bajado de los árboles.

   Esto se acaba, mañana haré el camino de vuelta con mi bici hasta Moyogalpa donde montaré en el Ferry que me llevará hasta San Jorge. De ahí mis últimos diez kilómetros en bici hasta Rivas, donde me montaré en un autobús que me llevará hasta San José. Me he quedado sin conocer San Juan del Sur y la parte del extremo sur de la costa del Pacífico. Pero así son los viajes en bicicleta, no puedes pretender verlo todo ni llegar a un sitio, sacar la foto-postal y marchar rápidamente a otro como si fuera una frenética cacería lugares visitados. En bici ves lo que te encuentras, lo que surge yendo despacio, más o menos despacio o con más o menos tiempo. Esto es lo que hay. Para despedirme de Ometepe, me doy una vuelta por la costa oeste del volcán Maderas atravesando poblaciones y parando en una de las playas para darme una vuelta por los manglares del lago en una piragua de alquiler. Y una de las cosas que más me ha gustado de este viaje, comer en una mesa frente a la orilla, con los pies descalzos sobre la arena caliente.